domingo, 19 de diciembre de 2010

EL MUSEO JUDÍO DE BERLÍN

Daniel Libeskind. Museo Judío de Berlín. 1992-99.
El museo judío de Berlín es otra respuesta museística que comentamos entre las dadas por los alemanes al problema de recordar y superar acontecimientos poco edificantes de la Memoria Histórica.

El Museo Judío de Berlín comenzó a tener existencia pública al ganar su autor, Daniel Libeskind, el primer premio del concurso para la ampliación del Museo de Berlín. A la vista del proyecto el jurado comentó: “En su cualidad innovadora debemos considerar como ejemplar la solución arquitectónica … es una oportunidad y un desafío para Berlín" (Ullman, Gerhard: “El rayo del entendimiento. Libeskind, Museo Judío de Berlín” en Arquitectura Viva nº 11. Marzo-Abril, 1990. En el mismo número se pueden encontrar un texto de Luis Fernández-Galiano: “Máquina de recordar”, los planos y varias fotografías de la maqueta del primer proyecto.) La espectacularidad, potencia y originalidad de la forma arquitectónica se agrupaban para hacer asumible la carga simbólica que transportaba y hacía evidente a primera vista. La podríamos resumir así: la oficialidad de un jurado alemán premia como ampliación de un museo ya existente dedicado a reflejar la historia de la capital, Berlín, el proyecto de un edificio realizado por un judío polaco en el que se identifica la historia de Berlín como un contínuo  viene y va (me permito apostillar que como casi todas las ciudades del mundo) materializado en la forma de un rayo. Además ese edificio-rayo alberga espacios y salas que se adaptan según las zonas a su contenedor, menos una sala corredor que atraviesa en línea recta toda la construcción (a veces interrumpida por los quiebros del conjunto arquitectónico pero siempre en la misma dirección) y que se piensa ocupar con la historia de los judíos en Berlín. Cinco construcciones exteriores (una dedicada a la entrada), muros con inclinación progresiva a medida que se alejan del primer Museo de Berlín y la ausencia de vanos y fachada completan esta somerísima descripción.


Daniel Libeskind. Interior de la Torre del Holocausto. 

  En la resolución del proyecto, Libeskind efectúa algunos cambios que aglutinan mejor el edificio, afianzan el mensaje y nos predispone a la percepción emocional, en ocasiones muy intensa. Describamos esos cambios desde la narración perceptiva de un visitante interesado. El Museo de Berlín se ha trasladado a otro inmueble y el Antiguo edifico del siglo XVIII y el Nuevo de Libeskind se ocupan en su totalidad de los judíos en Berlín. El acceso no se hace desde la torre prevista en el proyecto, (no se ha construido) sino desde el antiguo edificio, desde el antiguo museo de Berlín. Inmediatamente el visitante desciende al sótano, a los infiernos piensa si recuerda a Dante, y se encuentra con una encrucijada de caminos en sendos caminos rectos, largos, de techos y suelos negros, cuesta arriba y con algunas, muy pocas, vitrinas empotradas en las paredes con materiales de exposición. El laberinto, la desorientación, la incomodidad y lo indeterminado se apropian del visitante y no lo abandonarán hasta que abandone el edificio. Los pasillos hacen plásticos (el gran problema del arte), los tres ejes de las posibilidades vitales de los judíos en la capital alemana. Son los ejes del holocausto, el del exilio y el de la continuidad. Un conciso resumen histórico.

El visitante, tras unos momentos deambulando por el entrecruzamiento de pasillos termina tomando el eje del holocausto, a medias espoleado por las expectativas previas, a medias por ser el que antes se menciona en las explicaciones del museo. Al final del eje se encuentra la torre del holocausto a la que se accede por una puerta baja e incómoda. Dentro no hay nada, o todo: un espacio cuadrangular  con una apertura a la luz natural alta, muy alta, que todo el mundo observa desde la propia pequeñez mientras el frío invade nuestros huesos (hay una diferencia de temperatura de más de 15 grados con la sala anterior). Esta es toda la mención que vamos a encontrar en el museo al holocausto: efectiva, emocionante y lejana a cualquier atisbo de morbosidad.


Daniel Libeskind. Lateral del jardín del Exilio en primer término. Al fondo la Torre del Holocausto y exterior edificio del museo. Museo Judío de Berlín, 1992-99.

El pasillo del holocausto se recorre en sentido inverso pues no tiene salida (el holocausto no tiene salida). El visitante toma entonces el siguiente eje, el más próximo, dedicado al exilio. Igual que el anterior aunque un poco más ambientado por vitrinas con contenido, el pasillo concluye en una puerta que lleva al exterior del edificio, de Berlín o de Alemania, hasta un jardín formado por 49 pilares de cemento que contienen tierra de Berlín y el central de Jerusalem y están plantados de pinos y olivos. El jardín hace a alusión a Israel (fundado en 1948 y por tanto estamos en el año 49). Se puede pasear entre los pilares siempre de forma incómoda pues están muy juntos e inclinados, al igual que el suelo. La incomodidad otra vez. Haciendo un gran esfuerzo se podría abandonar el jardín y volver al museo, pero lo normal es regresar por el camino emprendido hasta alcanzar el tercer pasillo, el de la continuidad.
Escaleras. Cierran el Eje de la Continuidad y acceden a la Exposición




El eje de la continuidad es lo que sobrevive de la sala-eje recta que cruzaba todo el rayo en el proyecto primero. Está situado junto a los dos ejes anteriores en el sótano, es prácticamente el doble de largo que cualquiera de los anteriores y termina en una escalera de varios tramos que sube hasta un cuarto piso que corresponde al segundo de la exposición permanente. Esta recta, larga, incómoda al principio (solo hay desnivel), se vuelve muy dificultosa después (muchos escalones, calculo que próximo al centenar) para concluir en el inicio del discurso expositivo: los judíos en Berlín a lo largo de los últimos 2000 años. Asociar este pasillo recto, y su expansión en vertical en la zona de las escaleras, y los sucesivos entrecruzamientos de elementos tectónicos del edificio y de pasarelas de la exposición con el concepto de continuidad me parece una de los mayores aciertos de este edificio.
La organización arquitectónica ofrecida al visitante (el ultimo piso son oficinas y hay ciertos espacios de uso técnico) se complementa con algunos espacios vacíos que sorprenden en algunos puntos el recorrido y que no hacen sino testimoniar el lema siempre presente: el vacío y la ausencia.
A estos espacios vacíos y al contenido le dedicaré otros comentarios en los próximos días.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

SACHSENHAUSEN

Arbeit macht frei (El trabajo os hará libres). Esta frase recibía a los prisioneros en la puerta de acceso. Comenzaba el desprecio.
  Situado en las cercanías de Berlín, Sachsenhausen fue un Campo de concentración nazi durante el período de 1936 a 1945. Por sus instalaciones pasaron, o quedaron para siempre, unas 200.000 personas, adversarios del régimen, miembros de colectivos considerados inferiores, y prisioneros de guerra. Por su proximidad a la capital, Berlín, sirvió de escuela a la mayoría del personal destinado a otros campos. De hecho se proyectó como campo de concentración típico e ideal para todo el territorio del Reich. En cierta medida es el heredero del Campo de concentración de Orianenburgo en funcionamiento desde 1933 a 1934 en una población limítrofe a Sachsenhausen. Sólo tres meses después de concluir la guerra las instalaciones del campo de concentración se convierten en un Campo especial tutelado por el ejército soviético. En este tiempo 60.000 prisioneros fueron retenidos o murieron en sus instalaciones. Entre los años 1961 y 1990 (básicamente el período de existencia de la RDA) el conjunto se denomina Lugar Nacional de Recuerdo y Conmemoración de Sachsenhausen. Se destruyen casi todas las construcciones originales, y se aboga por un monumento, la reconstrucción de algunos barracones y algunos restos significativos para destacar la victoria sobre el fascismo. Desde 1993, es decir tras la unificación alemana, se adopta la denominación de Lugar Conmemorativo y Museo de Sachsenhausen.
Torre A. Es la torre de entrada. Desde la balconada que mira al campo se domina todo el terreno. Entre cadenas, el lugar donde se situó el patíbulo. Las ejecuciones siempre eran públicas.
  Hace una semana hice una visita de actualización de conocimientos sobre los museos berlineses a los que dedicaré varias entradas en este blog. La visita al Museo Judío de Berlín realizada en todo momento desde la emoción de lo sentido entre sus muros y el reconocimiento  de la aceptación por los alemanes de su propia historia (en el doble sentido de autocrítica por su parte y respeto por la mía) me aconsejaron profundizar un poco más en esa sensación visitando Sachsenhausen. El Museo Judío de Berlín es obra de un judío polaco en un programa arquitectónico de ”actualización” de Berlín como capital. Sachsenhausen es la obra de alemanes de diversas épocas sobre su propia memoria histórica en las fases menos honrosas para dar “recuerdo” e “instrucción” a las generaciones venideras. Con las comillas quiero señalar lo ambiguo que se presentan en este contexto los conceptos de recuerdo e instrucción o enseñanza.

Vista general del campo de Sachsenhausen. Al fondo el monumento conmemorativo. En primer término y al borde de los caminos unos túmulos recuerdan los barracones de prisioneros. Nunca el vacío parece tan lleno.
  Actuar en Sachsenhausen, o lugares similares, desde la disciplina museológica supone adoptar criterios socialmente trascendentes en orden a conservar, reconstruir, enfatizar, superar, desdramatizar e incluso olvidar los hechos acaecidos, pues todas son posturas defendidas por algún grupo más o menos significativo de nuestra sociedad. En el ámbito de la práctica museología estamos en la fase de recontextualización y doble contextualización de los fondos expuestos o musealizados, en esa fase en la que los técnicos de los museos optan por enfatizar la reconstrucción del contexto que originó la forma y función de los objetos, la insinúan, u olvidan, o si, por otra parte, destacan todo el trasfondo social y político que permite en la actualidad la presencia de esos objetos, y cómo hacerlo. Ambos contextos suelen estar presentes en toda propuesta museológica en mayor o menor medida, pero no hay que olvidar que la que nunca falta es la contextualización en actualidad aunque no siempre el visitante sea consciente de la misma.

Barracón reconstruido con letrinas en enfilada. Cartel explicativo de muy pequeño tamaño.


La postura adoptada en Sachsenhausen me parece discreta, elegante y efectiva para un sector de la población, plantea algunos problemas de efectividad para los visitantes más jóvenes. La finalidad de la existencia de este tipo de lugares musealizados y sus correspondientes centros de interpretación es siempre dar testimonio de su existencia y facilitar la superación de lo acontecido, hacer convivir lo histórico y lo presente, no olvidar y no aprovecharse de ello.
Estimo que hay tres tipos de público para este tipo de museos: los implicados directamente de una u otra opción y de los que me encantaría saber su opinión, los que superamos los 40 años y los más jóvenes. Los cuarentones y más conocemos el problema porque lo hemos leído en muchos soportes, lo hemos visto en multitud de películas, lo hemos escuchado con ayuda de Penderecki y Floyd y nos ha rodeado alguno de sus tentáculos, bien que algo descafeinados, por algún tiempo. Los más jóvenes participan de estas sensaciones por enriquecimiento cultural y familiar o simplemente, y son los que me preocupan, lo ignoran.


Postes de castigo. En ellos se cuelga al prisionero de las manos atadas a la espalda durante horas.
Sachsenhausen se ha optado por la preservación de lo conservado y su presentación desenfatizada. El campo de concentración, ya desolado, aún conserva restos de época y otros fueron reconstruidos en la época soviética. En todos los casos llama la atención la ausencia de carteles, indicaciones, rutas, pasillos o servicios para los turistas. Un plano de mano permite identificar lo que allí había e inmediatamente nuestra imaginación y nuestros recuerdos se hacen presentes. La emoción suele acompañar porque se reconstruye lo que es un campo de concentración: el abuso, la aglomeración, el sometimiento, el olor, la desesperanza y otros sentimientos a la vista de unos cimientos de celdas de castigo o de tres postes vacíos o del hueco de un patíbulo o de unos barracones reconstruidos con letrinas en hilera.


Esta discreción absoluta apenas se cambia al penetrar en algunos construcciones que se explican desde su interior con más de una decena de exposiciones muy prolijas de información, pero simplemente narrativas de hechos y acontecimientos ocurridos en ellas (cocina, enfermería, barracones, crematorios y otras dependencias).


Parece que esta discreción expositiva cumple el doble objetivo de dar testimonio y facilitar la superación de esos mismos testimonios.